El sentido de la sal y el teatro inmersivo

Dejé la sal. Fue sin una causa médica, sin motivo alguno. Es, sin embargo, un cambio rotundo: tengo presión baja y desde que tengo memoria agrego muchísima sal a la comida. Incluso sin probarla antes. Sobre mi plato se generaba una fina capa blanca, «nieva sobre la comida». Ahora dejé de agregar sal y realmente me costó menos de lo que pensaba, aunque algo se sufre, también. Sin sal, la carne, el pollo, una ensalada son platos más sutiles pero menos ricos. Más profundos, con más matices, pero más difíciles. Durante las comidas me acuerdo ahora de Mateo 5, 13: «ustedes son la sal del mundo». Tres sentidos aparecen en la Catena Aurea sobre esto: la sal preserva de la corrupción, la sal da sabor y, el sentido menos usual que solo Jerónimo referencia, la sal arrojada sobre los campos evita que crezcan malezas. Me quedo con este último sentido, entonces, y guardo la sal para mis Jardines.

*

Participé en una obra de teatro inmersivo, género que yo desconocía totalmente, y salí maravillada. La compañía se llama «MisteriosaMente» y realiza sus números en una casona de San Telmo. La sala está ambientada para la ocasión con luz amarilla y tenue, y personajes de sombrero y tweed van y vienen mientras presentan un caso de misterio o fantasía que cada grupo debe solucionar. La función a la que fuimos trataba sobre una serie de misteriosas muertes sucedidas en una Universidad llamada Riverside. Mi equipo, un periódico de California llamado San Francisco, acertó en quiénes eran los asesinos, pero no ganamos porque dimos pocas pruebas. Esto fue justo porque creo que en realidad acertamos por intuición, que es un tipo de inteligencia al fin y al cabo, ciertamente no metódica, pero no por eso menos humana: eso de saber que las cosas posiblemente sean de cierto modo, aunque no se sepa muy bien por qué.

Jérôme Lejeune: la evolución, como un manuscrito

Jérôme Lejeune, llegando al laboratorio.

(…) si la evolución ocurrió en el tiempo, de ninguna manera se desarrolló con la calma de un río, como la perspectiva de las edades nos haría suponer, sino por saltos bruscos, localizados en el tiempo y en el número de sujetos; como si la naturaleza operara por impulsos, pero impulsos de genialidad. En lugar de las variantes progresivas de los manuscritos, a merced de los errores sucesivos de copistas torpes, seleccionados secundariamente, nacidos por una necesidad ciega, parece que pasajes enteros se encontraron repentinamente cambiados por una nueva sintaxis, confiriéndoles de repente otro significado.

Lejeune, J. (1974). Discurso pronunciado en el Acto Académico de investidura de Grado de Doctor «Honoris Causa». Universidad de Navarra. Pp 12-14.

Sobre una partitura de Bevilacqua

Sentados en semicírculo frente al director, la discusión fue si correspondía «les» o «los» en una línea de la partitura de «Gracias, Señor, por tus sacerdotes», del Padre José Bevilacqua. Un par decían que correspondía lo primero; otros, lo segundo. A mí, ambas versiones me generaban dudas, y me llevó un rato darme cuenta del porqué.

Estas discusiones acerca de las letras de canciones, de los acentos mal dispuestos y de las traducciones suceden todo el tiempo con la música. Creo que este es un buen ejemplo de que conviene primero comprender la raíz morfosintáctica de la ambigüedad antes de recurrir a otras fuentes aclaratorias. Esto que acabo de decir suena pomposo, lo sé. Pero es el único modo que creo puede decirse si uno se propone pulir estas sutilezas.

En este caso, la vacilación corresponde a que el verbo «ordenar» es transitivo en la acepción de (I) poner orden a alguna cosa, (II) dar una orden y (III) de ordenar a alguien sacerdote. Es decir, requiere de un objeto o complemento directo.

Tal cual como figura en la partitura, en esta oración, el sujeto es tácito (tú, Cristo). «Ordenaste» es el verbo, en pretérito perfecto de modo indicativo, segunda persona del singular. «Diciendo» es un gerundio, circunstancial de modo, y «los» es objeto directo. Si en lugar de «los» dijera «les», este sería objeto o complemento indirecto y significaría que «a ellos ‘les’ ordenó diciendo».

Antes de morir, los ordenaste (sacerdotes) diciendo: (…).

Antes de morir, (a ellos) les ordenaste diciendo: (…).

Tal como está escrito, con «los», el texto es correcto desde el punto de vista gramatical, porque el verbo transitivo mantiene el objeto directo «los», y significa que los ordenó sacerdotes. Si se dijera «les» parecería deficiente la oración, porque quedaría trunca. Les ordenó a ellos, pero ¿qué les ordenó?

Solo yendo al entresijo de la oración se puede pesar qué opción corresponde, porque los textos aclaratorios sugieren que ambos significados son correctos. En el artículo 3 del Catecismo, punto 1333, se apunta «Fiel a la orden del Señor, la Iglesia continúa haciendo, en memoria de Él (…)». Es decir, en la última cena, Jesús ciertamente da una orden, un mandato. Esto abonaría el uso del «les» ordenó. Pero también es cierto que en esa escena Cristo instituye el sacerdocio, aunque no exista una ordenación tal cual las conocemos hoy día. Esta segunda opción requeriría del «los».

En fin, cierro este texto con una foto del padre Bebilacqua que le tomé en el año 2014, en el Santísimo Sacramento, junto a su querido órgano Cavaillé-Coll.

Un aire perdido

Todas las avenidas del mundo que dan sobre un río ancho comparten un aire familiar. El paisaje se abre, amplio de pronto, sin contornos de edificios ni carteles, sobre un espacio natural: el volumen inmenso ente la línea del agua y el cielo. Aquella avenida de Colonia del Sacramento conservaba dos hileras de plátanos en cada vereda, y el aire de un otoño incipiente arremolinaba las hojas sobre los escalones de los bares. Ese tipo de aire nunca sale en las fotos, aunque a veces puede adivinarse si uno ve, por ejemplo, fotos familiares de los años noventa. Son ya de hace mucho tiempo esas fotos, y sin embargo puedo recordar alguna escena. El patio de la Iglesia de la Holy Cross Church, y el énfasis de sus cantos: «Juan vio el número de los redimidos». La estatua de un tamborilero, de bronce oscurecido. Un camión rojo de lluvia junto a una plaza de rejas inglesas. Conejos en el parque de un camping al amanecer. Están las fotos, pero la atmósfera de esas escenas se ha perdido, y uno conserva como un halo de perfumes y pequeños movimientos, vuelos y murmullos, pensamientos, miedos o ilusiones, proyectados sobre el paisaje durante ese instante. Es una dimensión que rehúye de la fotografía y que la convierte en símbolo. Todo eso solo puede reconstruirse mentalmente, con esfuerzo, y proyectarlo sobre el grano de la imagen. Al final de esa avenida de Colonia estaba el río, que nacía desde la intimidad de los jardines. Los cercos no eran demasiado claros. Aquí comienza un jardín; aquí termina una vereda. No era así en Colonia. La única frontera nítida era el agua, que parpadeaba contra el barro, entre el verde retorcido. De vez en cuando, un mosaico contra los muros señalaba una devoción o el nombre de alguna calle. En una ventana abierta de un primer piso llegaban a verse: pared verde pálido y farol amarillo. Alguien vivía allí, sobre el río, en Colonia del Sacramento. Un aire perdido.

*

Leí algunos fragmentos de la Historia de Cristo, de Papini: el descenso a los infiernos y una descripción de la mañana en que las santas mujeres fueron a llevar perfumes al sepulcro. El descenso es escueto y acierta. El párrafo de la mañana en el huerto comienza a lograrse, pero luego se excede, me parece, redunda cuando debería haberse replegado hacia el misterio. Muchos pintores comprendieron que la atmósfera de esa mañana única era algo que merecía retratarse. Fra Angélico, Bellini, Tintoretto, por nombrar algunos italianos, lo lograron. Ese es también un aire perdido, una pequeña carencia gozosa que nos indica que estamos vivos, porque si ese aire se recuperara sería ya el cielo.

Detalle de Resurrezione, de Giovanni Bellini.

El calvario de Tintoretto

En La crocifissione de Tintoretto está atrapada la luz húmeda de las tormentas venecianas. Ese gris plomo, un azul de nube en los mantos. La pintura se halla todavía en la Scuola Grande di San Ruoco, que fue un refugio del siglo quince contra la peste, y es grande: cinco metros de alto por doce de ancho. Varios elementos típicos del autor se repiten en este óleo: el anacronismo de los personajes; las autoridades judías vestidas con gran fasto, y una enigmática cúpula u obelisco, a la izquierda, sobre el lado superior, que también estaba ya en otra obra, La presentación de María en el templo. La perspectiva se construye a partir de una escalera tendida sobre la tierra y con la sombra. Esto último está realmente logrado: el hombre de la esponja empapada en vinagre tiene medio cuerpo en la luz y medio cuerpo en la sombra. La luz lo alcanza, como al resto de la composición, por la derecha, y su propio cuerpo oscurece sus brazos y la esponja, que están más al fondo de la pintura.

Atrás, de nuevo a la izquierda de la cruz, un burro come unas palmas, quizás las de la reciente entrada gloriosa, y, al frente, el conjunto de los dolientes: María, las santas mujeres, san Juan. Su figura conforma la misma estampa de la cruz, como si fuera su propio cimiento. A la derecha se distingue otro conjunto, refugiado en lo que parece ya un pequeño sepulcro. Doblados sobre sí mismos, enterrados en vida, tres hombres se disputan con dados las vestiduras del condenado. Ni siquiera ven el manto, solo el número que les toca en los pequeños cubos.

Posiblemente la de Dimas sea la cruz que ya se eleva por el aire a la izquierda de Cristo, porque el reo vuelve su rostro hacia Él, y una claridad tenue cae sobre su pecho ciclópeo. Ha perdido ya la macilenta piel del pecado y se reviste ahora de la armadura de la luz. Tres manos de tres hombres señalan el centro de la escena, y la Cruz es lo único que permanece en la altura, tan alta que los bordes de la figura del leño horizontal se funden con el cielo. Es Cristo el único nimbado: torso y cabeza resplandecen en un medio arco de vaporosa plata. Todos los demás personajes de la pintura se parecen un poco. Ricos y plebeyos, soldados y curiosos, santos y desgraciados. Algunos de facciones marcadas; otros de misteriosos rasgos desfigurados, y al fondo, deja de llover sobre las montañas azules de Israel, durante una tarde de los últimos tiempos.

Los papeles peligrosos

Mi hermana me envía un video de su hija, mi sobrina A. A. juega a lo que cuando yo era chica llamábamos «cancherete». En una billetera que los adultos no usaban, íbamos guardando papelitos, estampillas, tickets, facturas, estampitas. En el juego, estos papeles eran dinero y documentos, y entonces fingíamos compras y trámites. Jugábamos con papeles. Sigo conservando el amor por el papel, pero jamás creería que es divertido hacer ¡trámites! En el video, mientras A. guarda los papeles con aire comedido, le dice a su madre: «estos papeles son peligrosos». Mi hermana le pregunta si son peligrosos o importantes, y A. corrige enseguida: «estos papeles son importantes, los guardamos». A mí me causa gracia que los errores de A. tengan su lógica. En este caso, por ejemplo, confundió dos adjetivos que comparten la idea de magnitud, y al fin y al cabo, en el juego de los papeles descubrió matices: que existe un misterioso vínculo entre lo peligroso y lo importante.

*

Tengo cinco cuadernos de notas en uso. Dos de ellos son de tapa dura, marca «Triunfante», y los forré con las papeletas de votación italianas, que desde hace años diseñan igual, con un patrón cuadrillé en verde, fucsia, naranja. El tercer cuaderno, algo más grueso, es amarillo y de tapa blanda. «Maratón» es la marca. El cuarto, «Talbot», el más caro, con una cubierta de símil cuero naranja. Tampoco es gran cosa. El quinto cuaderno, de espiral y tapa dura, es el más ancho y el más antiguo, marca «Meridiano». Mi madre solía comprar estos cuadernos de a varios, en una librería sobre Álvarez Thomas. Volví a esa librería hace cosa de un año. Con las manos sobre el antiguo mostrador de cristal y madera, el vendedor me dijo que esos cuadernos «ya no entraban». Miré por un momento las lapiceras bajo el grueso vidrio verde repleto de rayaduras, y me fui. Después volví a verlos en Mercado Libre. Es un producto antiguo, con la marca sellada en azul en las primeras páginas, y en bajo relieve plateado sobre la tapa. En este último cuaderno, anoto títulos de libros que leo o en lista para leer, ensayos de poemas, una especie de diario que no es diario, sino esporádico, citas, etcétera. En los otros cuadernos escribo sobre trabajo, trámites, hago dibujos de alguna cosa, a modo de croquis. Uso diferentes lapiceras y biromes, en tintas también variadas. Mi letra no es buena y la prolijidad varía según los días. No respeto los márgenes. A estos cinco cuadernos, sumé este año uno más grande, de espiral, los típicos universitarios. La marca es «Avón»; tiene un paisaje en la tapa. Es este el cuaderno de las lenguas: sin separación, aunque numerando las páginas, tengo allí mis apuntes de inglés, alemán e italiano. Estos son mis papeles, y, a diferencia de los de A., no son peligrosos ni importantes.

Jorge N. Ferro (1949-2024)

JORGE NORBERTO FERRO

29 Abril 1949 † 10 Marzo 2024

“Y el amo mandó al siervo este recado:

–«Hoy cenarás conmigo,

hoy te reclinarás aquí a mi lado:

ya no te llamo siervo sino amigo»”.

Entonces le llegó este día, para gozar al fin de lo que imaginó, deseó y pidió para nosotros, como un hombre bueno y sabio, como un amigo amado.

Corre y brinca ya entre carcajadas, palabras precisas, y visiones de color y amor y maravillas: «¡Era así nomás!». Claro que sí, lo aprendí con vos.

Hasta pronto, amigo mío, sólo un rato más.

Este hermoso obituario, conciso y preciso, muy apropiado para alguien que amaba el lenguaje y la literatura, lo publicó Editorial Vórtice en su página de Facebook.

Fragmentos de Maizal del gregoriano, de Arnaldo Calveyra

Imagen del poeta en Mansilla, Entre Ríos, tomada de Arnaldo Calveyra. Tras sus huellas, documental que puede verse aquí.

El gregoriano

(…) y yo, entrerriano recién llegado a la abadía de Solesmes en busca de retiro y de silencio, me siento en un lugar apartado de la iglesia a oír el gregoriano que cunde a lo maizal de nave a nave. (…) Ondula el maizal del gregoriano, nace de unas cuchillas, de unas lomas en la Mesopotamia argentina, se diría la canción inventada por un tartamudo que, a fuerza de desearlo, terminara por echarla a rodar en el recinto de una pieza vacía, ya sin el menor asomo de tartamudeo. (pp 8-9)

¿Acaso no oyes el tartamudeo que vuelve al atril desvencijado de tu memoria? Una imagen corta campo. A tientas busca por el lado de la lucecita inseparable del canto, lucecita —inseparable— de gregoriano. (p. 15)

(…) Acosados por un cazador apostado en el patio (a menos que el frío sea el cazador), entran unos renos, buscan refugio bajo el altar. El frío parece dejarlo entreabierto a la hipotética madrugada —noche sin fin de los campos de alrededor—, no pareciera que fuera a cerrarse. Renos ateridos sudan de frío. Puerta dejada abierta, se sigue abriendo a más noche, a más renos que no terminan de seguir entrando. Se infiltran en el canto. Desde mi asiento en el fondo de la iglesia, entre los renos que buscan refugio veo entrar un ciervo malherido por la flecha del cazador. Unos hombres lo colocan en el piso de la iglesia, la baldosa empieza a teñirse de rojo.(p. 22)

Entre Ríos desde Solesmes

Bajo esa misma lluvia hombre callado. A quien mirar llover vuelve silencio. (p. 11)

Luz de lluvia en Entre Ríos, sueñan azul los cañaverales de junto al pozo. (…) Azul el caballo en la cerrazón. Un poquito más próximo el pasado, sueña azul, sueña con caballo de color azul. (p. 13)

¿Qué árboles podrán ser esos árboles, qué oscuridad esta oscuridad? Callados por campos de la Sarthe. Aquí nadie pregunta por nada ni por nadie, nuestro nombre no le dice nada a nadie, de los nombres que solíamos ser nadie se acuerda, nadie nos hace señas de habernos reconocido, el mundo parece cesar y seguir siendo el mundo. (p. 36)

La escritura

Empéñate en la forma. (…) Buscarla, esmerarte en la forma, darle el último toque, perfilarla, darle el toquecito último. Porque más allá de la forma no hay nada. (…) No duplicar el canto, no tratar de escribir dos veces la misma melopea, en ningún momento describir lo que cantan, gregoriano de los montes. No poetizar la voz, que las voces sigan emergiendo a medida que guardas el compás. No reescribir la partitura. Fluya el hilito nacido y criado en las lomas entrerrianas, napa brotando desde tantas partes como otrora la lluvia, su voz no cesa. No sumarte al canto con palabras —palabras no son el canto—, la partitura que oyes tendría que bastarte. Que no llueva sobre mojado. (pp 16-17)

La salvación de Salomé (1)

(…) y con los campos para siempre verdes llega Salomé, un monje más en la noche de Notker el tartamudo. —¡Salomé, abre las alas y ven conmigo! —¡No puedo porque está el diablo! —¡Abre las alas y ven con nosotros!… —dice la canción. (…) Salomé vestida de gregoriano como los monjes están vestidos de noche cerrada. De cuerpo entero, mujeres y hombres la miran. Quieta, aquietada en el lugar.
Apacigua la ley del árbol y lo que apacigua es árbol. Cada uno de sus pasos ahora es nota de melodía. Cada árbol apacigua sombra de árbol. Desdibujados todos, desdibujados todos. Pregunta por las hojas. A los monjes se dirige. Cada uno de sus pasos una nota en la
melodía. Terminada la zozobra, terminada la pesadilla, olvidada la danza asesina. (pp 92-93)

(1) La salvación de Salomé es una creación de Calveyra. No existe registro de esto en la Sagrada Escritura ni en la Tradición, al menos que yo sepa. Aunque la Salomé de Caravaggio y la bellísima Salomé de Tiziano no parezcan enorgullecerse por lo hecho. La idea de Calveyra es conmovedora, porque Salomé es salvada del Purgatorio, siglos después, por el canto gregoriano de unos benedictinos.

Calveyra, A. (2005). Maizal del gregoriano. Adriana Hidalgo Editora.

Sobre «Trilogía», de Jon Fosse

Fosse en Sankta Maria Rotunda, en Viena.

(…) y ella lo ve sentarse y colocarse el violín bajo la barbilla y empezar a tocar y, al instante, algo se le movió por dentro y Alida empezó a elevarse en el aire y en la música de Asle oyó el canto de su padre Aslak (…) (Fosse, 2014, p. 15)

Leí Trilogía, de Jon Fosse, el ganador del último Nobel. La obra venía recomendadísima por al menos dos buenos lectores en cuyo criterio confío. A mí, sinceramente, la novela me dejo sabor a poco. La historia y sus demoras, y esa sorpresa en la lectura al creer vislumbrar algo más de lo que simplemente parece que hay en la frase me recordaron un poquito a Dostoyevski. Pero, luego, el asomo del experimento narrativo, que bien podría funcionar en un poema, creo que entorpece la lectura en el caso de una novela. Ejemplo de esto es el calculado exceso de los verbos declarativos. Me parecieron interesantes los saltos temporales, que dan una sensación de tiempo vital cíclico y no lineal, y una especie de realismo mágico a la noruega en relación a los personajes muertos que reaparecían…

Lo que menos me gustó es el agobio de todo el argumento y una especie de resignación que yo ya había notado en Kristin Lavransdatter, de la también noruega Sigrid Undset (novela que me gustó, sin embargo, por otras razones, aunque ese es otro tema). Ya que lo comparé antes, esa atmósfera materialista y embrutecida está también en Dostoyevski, pero el ruso señala el camino espiritual para que sus personajes de sacos raídos y vestidos sucios salgan de las habitaciones ahumadas y brillen con altura humana. En Trilogía apenas la música (ver epígrafe) salva a los personajes de ese embotamiento, pero apenas, no alcanza.

Por lo general no escribo sobre lecturas que no me interesan, porque abandono el libro. Pero esta decepción puntualmente me hace pensar en lo maravillosa que es la lectura, en la experiencia generosa que es, que cada lector puede hermosear aquello que recibe. Y uno no puede hacerse amigo de todos. Así es el don.

Fosse, J. (2014). Trilogía. Trad. Cristina Gómez Baggethun y Kristi Baggethun. De Conatus.

«Soliloquio en la VIII estación del Vía Crucis», de Fray Mario J. Petit de Murat O.P.

Grabado de J. A. Ballester Peña para la antología.

Mi dolor,
el mismo que ahora está en mí,
en aquella hora lo tuviste tú.
Este que me llena y algunas veces parece aplastarme
era una gota en el océano de tus padecimientos.
Está en mí como el fruto de una criatura deformada por el pecado;
en ti como una poderosa arma de conquista.
Tanto como aborrecía las consecuencias de mi pecado, tú las quisiste;
tanto como huía de ellas, tú las abrazaste.
En el pecado estaba yo y en el castigo, Dios.
Allí lo amaste con el amor de siempre.

Desde que tú padeciste con nuestro dolor,
no hay cosa más valiosa en los Cielos y en la Tierra,
después de Dios,
que nuestro dolor padecido contigo.

Pasión del Señor y de María: engéndrame.
Únicamente así dejaré el gremio de los crucificadores;
pasaré al de Nicodemo y José,
y desclavaré lo que clavé y ungiré lo que herí.
Únicamente así mi inteligencia tendrá luz
y mi amor, vida.
Mis dedos encenderán tu amanecer insólito en las cosas y mis pies,
leves estrellas de anunciación,
enternecerán las hierbas marchitas.
No terminen, te ruego, con esto, tus trabajos;
el lugar de la Verónica
―tú bien lo sabes―,
está vacío.
Y la gloria de tu rostro, Señor,
más velada que nunca.

Petit de Murat, M. J. (1967). «Soliloquio en la VIII estación del Vía Crucis». Aragón, R. R. La poesía religiosa argentina. Ediciones Culturales Argentinas. Subsecretaría de Cultura. Pp 121-122.

Pieper y la inspiración, ese relámpago

Mi hermano J. compartió hace unos días en el whatsapp familiar este fragmento de J. Pieper en El ocio y la vida intelectual. Pieper no parece referirse únicamente a la inspiración artística, pero a mí me recordó al poema de Miguel d’Ors «Splendor veritatis», que copio más abajo. Ambos se refieren al «relámpago» como atisbo y al arduo trabajo posterior, la famosa «labor limae» horaciana. Creo que ambos ensayan una explicación mística de la creación artística, y creo que ambos coinciden.

Tu rostro, que aparece -un relámpago- y que

desaparece. Muero buscando entre palabras

apagadas un ascua de verdad que ilumine

un instante ese rostro. Haberlo casi visto

-un reflejo en el río- y vivir solamente

para volver a verlo. Que aparece -un relámpago-

y que desaparece. Qué dolor y qué gozo

este mover palabras, materia que se cierra

con espesor de piedra sobre Tu luminosa

permanencia, o que logra un destello, o siquiera

nos permite ese leve temblor de Tu inminencia

bajo la piel de un verso. Es esto la poesía:

buscar en las palabras, con las palabras, contra

las palabras Tu rostro, que aparece -un relámpago

y que desaparece.

D’Ors, M. (1987). Curso superior de la ignorancia. Universidad de Murcia.

Los propósitos de Foucauld sobre el lenguaje

Foto de San Charles de Foucauld con un sextante, tomada de este sitio.

Hace tiempo que ya no viajo con libros de papel. Llevo todas las lecturas en un lector electrónico. Es una facilidad. Me acuerdo cuando de pequeños íbamos de viaje con mi familia y cada uno llevaba uno o dos libros. Mi padre los llamaba “material de lectura” y era algo sobre lo que preguntaba con insistencia antes de salir “¿llevás material de lectura?”. Había que elegir con cuidado, con una pizca de conservadurismo y otra de arrojo. Al ser tantos, si alguno terminaba el suyo o no le gustaba, tenía los de los hermanos, pero había que turnarse para leerlos. Eso tenía su gracia. Los libros terminaban ajados y con manchas, con espigas, hojas y flores como señaladores entre las páginas. Si uno los abría meses después, en invierno, aparecía una muestra de pradera entre las hojas, y un verano lejano llegaba al trote a lamernos las manos.   

*

Es verano también ahora y leo en una recopilación de San Charles de Foucauld unas resoluciones sobre el lenguaje:

Disminuir (en general, la extensión de las cartas, pero no el número): hablar (en general) poco a cada uno y sopesar mis términos para decir todo lo que haya que decir en palabras precisas y breves; orar (una comunión espiritual) antes de hablar a algunos por escrito o en viva voz… Hablar más de lo que lo hago de Dios, de Jesús… Aumentar mi conversación con los humildes, acortarla con los poderosos…. En las situaciones embarazosas orar… En caso de duda, callarme. (de Foucauld, 1964, p. 124)

De cada uno de estos propósitos se podrían descubrir matices. En la primera resolución, por ejemplo, evidentemente el santo pretendía evitar hablar de más, pero también hay una delicadeza con el otro “no disminuir el número de cartas”. Es decir, la caridad ―¡qué novedad!― mejora el lenguaje, incluso más que la templanza. Leo en internet que de Foucauld es patrono de los insatisfechos, los fracasados y de aquellos que recomienzan. Esto es apropiado también para escritores y lectores, pienso, porque es algo habitual en todos los que trabajamos con las palabras experimentar casi permanentemente limitaciones y pobrezas. Creo, también ―o al menos yo no lo encontré―, que se menciona poco el vínculo de Foucauld con el lenguaje, y, sin embargo, lo sospecho esencial. No solo por este pequeño fragmento que incluyo, sino porque el santo es también autor de un diccionario tuareg-francés, y tradujo parte de los evangelios a esa lengua. Bien podría ser, entonces, al modo de Jerónimo, pero del lado de los insatisfechos, patrono de quienes cometen ripios, interpretan con pobreza y, finalmente, yerran.

Foucauld de, C. (1964). Escritos espirituales. Trad. «Un miembro de la fraternidad laica de los hermanos de Jesús». Reimprimatur: José María, Ob. Aux. S. V.

Acordarse en vísperas y San Vicente Ferrer

Una amiga de mi madre la saluda un día antes de su cumpleaños. Esta señora, V., se olvida de las cosas desde hace ya algún tiempo: se desorienta en la calle, pregunta a los policías cómo regresar a su casa. Esto, que ahora todos notan, ella seguramente fue la primera en notarlo y sufrirlo, porque además tiene miedos, y ya no sale tanto como antes. Pienso en el valor del mensaje que le envió a mi madre: se acordó antes, se acordó en vísperas. ¿No es acordarse antes una excelente definición de afecto?

*

En un vuelo de algunas horas leo los Sermones sobre el Apocalipsis de San Vicente Ferrer. La luz del atardecer entra por la ventanilla de la izquierda, y pienso que este sol sideral, tan abstracto, es el mismo sol que parte abajo las piedras, bien concreto y cargado de sombras y efectos. Quizás los astronautas piensen estas cosas desde las escotillas de sus naves: “este sol es también el de aquella mañana junto al río, cuando la boya flotaba como un pequeño planeta sobre la corriente”.

San Vicente habla de una estatua que significa, alegóricamente, la Iglesia, y divide a la estatua en partes, según la historia del mundo: la cabeza de oro, el tiempo de los padres; el pecho de plata para el medioevo; el vientre de bronce, y pantorrillas y pies de hierro y barro, para los tiempos que siguen. Ahora estaríamos en la era del barro.

El santo toma esta figura del sueño de Nabucodonosor, que narra el profeta Daniel. Al leerlo, recuerdo la Metamorfosis de Ovidio, obra de la cual leí algunos fragmentos en 2023. En su génesis, Ovidio también divide la historia según metales. Es una metáfora curiosa la de pensar el tiempo a partir de la materia. ¿De qué materia serían, metafóricamente, nuestros días? ¿Es el tiempo personal de la misma materia que el tiempo histórico? Y me pregunto, con permiso de San Vicente, y con él, seguramente, si en el tiempo del barro habrá algo de polvo de oro esparcido aquí y allá.  

El gasto y el valor de la cultura II: la opinión de Pablo Gianera

Gustavo Noriega conversó en CNN Radio con el crítico Pablo Gianera sobre el sector editorial y el precio del libro. Sobre ese tema puntual, sugiero escuchar la entrevista completa. Copio aquí la opinión de Gianera sobre los debates que se dan en este momento en la Argentina acerca del tema de la cultura:

Hay reclamos del sector [del libro], y después hay una amplificación de tipo política. Se mete en la misma discusión la derogación de la Ley del Libro con el cierre del Instituto Nacional del Teatro o el ventilado tema del Fondo Nacional de las Artes. Todo eso se subsume en el lema “la cultura está en peligro” o “va a desaparecer”. Eso me provoca más inquietud, probablemente porque quienes hacen esos comunicados tienen una idea de cultura que quizás no sea la mía. Yo creo que la cultura es algo más oscuro, más difícil de definir y por supuesto de controlar. No por esa cosa que también es un lugar común de que la cultura es siempre contra oficial. No quiero decir eso. Lo que quiero decir es que la cultura es casi inasible. Si la cultura argentina está en peligro porque derogan tres leyes, o cuatro o cinco o diez, es una cultura bastante frágil. Si depende de un fondo que da becas y sin eso la cultura argentina desaparece, bueno, entonces no era tan fuerte, y, además, dependía de factores que eran externos a ella misma.

Ut silvae, ita verba

Hay una hora en esta capilla en la que el sol se resiste. Afuera anochece ya de este lado de las montañas. Dentro, los metales se turnan en resplandores junto al Santísimo. Pero la noche cae aquí también, o se levanta, porque es una sombra azul la que crece junto a este altar, como si quisiera subrayar con su espesor aquella forma blanquísima sobre la piedra. De vez en cuando entra o sale alguien. Se acercan pasos, cruje una rodilla y luego la madera de un banco, alguien suspira. No sucede nada, y, sin embargo, aquí el verbo ser alcanza su tiempo más propio. Una realidad que tiende al círculo, como un niño recién nacido cuando duerme. ¿Qué tiene esa línea de su madre?, ¿qué gesto conserva de aquel que escribió sobre la arena? Ahora es ya la noche oscura, y el aire vacila contra los muros las velas, y hasta parece que la piedra de esta capilla se ablandara como un nido.

*

…morisqueta pasó a llamarse Jardines en la estepa con un subtítulo horaciano: Ut silvae, ita verba. No es una cita textual, así que tuve que reformular el genitivo original. El nuevo nombre puede parecer paisajístico. El asunto de la jardinería no me es para nada ajeno. Y las metáforas paisajísticas sobre el espíritu son reveladoras: «paisaje espiritual» (Grimal), «castillo interior» (Santa Teresa), «arquitectura» y “secreto planeta” (Chesterton), “paisaje interior” (Oteriño), etc. …morisqueta fue un buen nombre, y le tengo cariño, pero creo que el blog hace tiempo que venía siendo más poético que ingenioso, así que «Jardines en la estepa» digamos que es un nombre más adecuado a su ser. Esto que sigue parece una tontería, pero a mí, un ave de costumbres, me cuesta decidir estos cambios. Dejo aquí, a modo de pequeño homenaje, un recuerdo de la vida —bastante larga, a decir verdad─ de …morisqueta.