Un aire perdido

Todas las avenidas del mundo que dan sobre un río ancho comparten un aire familiar. El paisaje se abre, amplio de pronto, sin contornos de edificios ni carteles, sobre un espacio natural: el volumen inmenso ente la línea del agua y el cielo. Aquella avenida de Colonia del Sacramento conservaba dos hileras de plátanos en cada vereda, y el aire de un otoño incipiente arremolinaba las hojas sobre los escalones de los bares. Ese tipo de aire nunca sale en las fotos, aunque a veces puede adivinarse si uno ve, por ejemplo, fotos familiares de los años noventa. Son ya de hace mucho tiempo esas fotos, y sin embargo puedo recordar alguna escena. El patio de la Iglesia de la Holy Cross Church, y el énfasis de sus cantos: «Juan vio el número de los redimidos». La estatua de un tamborilero, de bronce oscurecido. Un camión rojo de lluvia junto a una plaza de rejas inglesas. Conejos en el parque de un camping al amanecer. Están las fotos, pero la atmósfera de esas escenas se ha perdido, y uno conserva como un halo de perfumes y pequeños movimientos, vuelos y murmullos, pensamientos, miedos o ilusiones, proyectados sobre el paisaje durante ese instante. Es una dimensión que rehúye de la fotografía y que la convierte en símbolo. Todo eso solo puede reconstruirse mentalmente, con esfuerzo, y proyectarlo sobre el grano de la imagen. Al final de esa avenida de Colonia estaba el río, que nacía desde la intimidad de los jardines. Los cercos no eran demasiado claros. Aquí comienza un jardín; aquí termina una vereda. No era así en Colonia. La única frontera nítida era el agua, que parpadeaba contra el barro, entre el verde retorcido. De vez en cuando, un mosaico contra los muros señalaba una devoción o el nombre de alguna calle. En una ventana abierta de un primer piso llegaban a verse: pared verde pálido y farol amarillo. Alguien vivía allí, sobre el río, en Colonia del Sacramento. Un aire perdido.

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Leí algunos fragmentos de la Historia de Cristo, de Papini: el descenso a los infiernos y una descripción de la mañana en que las santas mujeres fueron a llevar perfumes al sepulcro. El descenso es escueto y acierta. El párrafo de la mañana en el huerto comienza a lograrse, pero luego se excede, me parece, redunda cuando debería haberse replegado hacia el misterio. Muchos pintores comprendieron que la atmósfera de esa mañana única era algo que merecía retratarse. Fra Angélico, Bellini, Tintoretto, por nombrar algunos italianos, lo lograron. Ese es también un aire perdido, una pequeña carencia gozosa que nos indica que estamos vivos, porque si ese aire se recuperara sería ya el cielo.

Detalle de Resurrezione, de Giovanni Bellini.