El calvario de Tintoretto

En La crocifissione de Tintoretto está atrapada la luz húmeda de las tormentas venecianas. Ese gris plomo, un azul de nube en los mantos. La pintura se halla todavía en la Scuola Grande di San Ruoco, que fue un refugio del siglo quince contra la peste, y es grande: cinco metros de alto por doce de ancho. Varios elementos típicos del autor se repiten en este óleo: el anacronismo de los personajes; las autoridades judías vestidas con gran fasto, y una enigmática cúpula u obelisco, a la izquierda, sobre el lado superior, que también estaba ya en otra obra, La presentación de María en el templo. La perspectiva se construye a partir de una escalera tendida sobre la tierra y con la sombra. Esto último está realmente logrado: el hombre de la esponja empapada en vinagre tiene medio cuerpo en la luz y medio cuerpo en la sombra. La luz lo alcanza, como al resto de la composición, por la derecha, y su propio cuerpo oscurece sus brazos y la esponja, que están más al fondo de la pintura.

Atrás, de nuevo a la izquierda de la cruz, un burro come unas palmas, quizás las de la reciente entrada gloriosa, y, al frente, el conjunto de los dolientes: María, las santas mujeres, san Juan. Su figura conforma la misma estampa de la cruz, como si fuera su propio cimiento. A la derecha se distingue otro conjunto, refugiado en lo que parece ya un pequeño sepulcro. Doblados sobre sí mismos, enterrados en vida, tres hombres se disputan con dados las vestiduras del condenado. Ni siquiera ven el manto, solo el número que les toca en los pequeños cubos.

Posiblemente la de Dimas sea la cruz que ya se eleva por el aire a la izquierda de Cristo, porque el reo vuelve su rostro hacia Él, y una claridad tenue cae sobre su pecho ciclópeo. Ha perdido ya la macilenta piel del pecado y se reviste ahora de la armadura de la luz. Tres manos de tres hombres señalan el centro de la escena, y la Cruz es lo único que permanece en la altura, tan alta que los bordes de la figura del leño horizontal se funden con el cielo. Es Cristo el único nimbado: torso y cabeza resplandecen en un medio arco de vaporosa plata. Todos los demás personajes de la pintura se parecen un poco. Ricos y plebeyos, soldados y curiosos, santos y desgraciados. Algunos de facciones marcadas; otros de misteriosos rasgos desfigurados, y al fondo, pareciera que deja de llover sobre las montañas azules de Israel, durante una tarde de los últimos tiempos.

Descenso de Cristo I

«¿Quién es éste que viene,
recién atardecido,
cubierto con su sangre
como varón que pisa los racimos?»

El descenso de Cristo a los infiernos es un misterio dentro del misterio. La tradición no abunda en referencias, entre otras está el Credo, donde lo confesamos; aquella homilía antigua del Sábado Santo, preciosa, que narra el encuentro con Adán, y algunas pinturas, entre ellas, la de Fra Angélico, con una nota risueña, un diablo aplastado por una puerta que Cristo echa abajo.

El descenso al Hades, se sabe, era una figura importante en la literatura antigua, la katábasis, y es hermoso pensar que Cristo haya realizado ese mito, como si hubiera sido también profecía, «para que se cumpliera lo dicho». Él era, finalmente, el héroe definitivo. Al oír que, una a una, las puertas antiguas iban levantando los dinteles, al verlo, ¿ellos sí lo habrán reconocido? Es un asunto que se nos escapa y que permanece en la intimidad del tiempo. Para ellos, que no tuvieron la dicha de los sacramentos, guardó aquel encuentro donde se confirmaban y superaban las figuras, y no solo las del pueblo judío.

Compartiré algunos textos sobre el descenso de Cristo. En este primero, una alusión poética. El poeta ruso Joseph Brodsky se refirió bellamente en su poema Nunc dimitis a la muerte del anciano Simeón luego de conocer al pequeño Jesús. En este fragmento, el anciano desciende aún iluminado por el Niño, como un profeta del inframundo.

La puerta se acercó aún más. El viento agitaba su túnica
y tocaba su frente fresca, mientras el estruendo de la calle,
estallando en vida junto a la puerta del templo,
golpeaba obstinadamente en los oídos del viejo Simeón.

Salió a morir. No fue el fuerte estruendo
de las calles que enfrentó cuando abrió la puerta de par en par,
sino los campos sordos y mudos del reino de la muerte.
Caminó a través de un espacio que ya no era sólido.

El rugido del tiempo se desvaneció en sus oídos.
Y el alma de Simeón sostuvo la forma del Niño,
su corona de plumas ahora envuelta en gloria,
en lo alto, como una antorcha, haciendo retroceder las sombras negras,

para iluminar el camino que conduce al reino de la muerte,
donde nunca antes hasta este momento
ningún hombre había logrado iluminar su camino.
La antorcha del anciano brilló y el camino se hizo más ancho.