Descenso de Cristo I

«¿Quién es éste que viene,
recién atardecido,
cubierto con su sangre
como varón que pisa los racimos?»

El descenso de Cristo a los infiernos es un misterio dentro del misterio. La tradición no abunda en referencias, entre otras está el Credo, donde lo confesamos; aquella homilía antigua del Sábado Santo, preciosa, que narra el encuentro con Adán, y algunas pinturas, entre ellas, la de Fra Angélico, con una nota risueña, un diablo aplastado por una puerta que Cristo echa abajo.

El descenso al Hades, se sabe, era una figura importante en la literatura antigua, la katábasis, y es hermoso pensar que Cristo haya realizado ese mito, como si hubiera sido también profecía, «para que se cumpliera lo dicho». Él era, finalmente, el héroe definitivo. Al oír que, una a una, las puertas antiguas iban levantando los dinteles, al verlo, ¿ellos sí lo habrán reconocido? Es un asunto que se nos escapa y que permanece en la intimidad del tiempo. Para ellos, que no tuvieron la dicha de los sacramentos, guardó aquel encuentro donde se confirmaban y superaban las figuras, y no solo las del pueblo judío.

Compartiré algunos textos sobre el descenso de Cristo. En este primero, una alusión poética. El poeta ruso Joseph Brodsky se refirió bellamente en su poema Nunc dimitis a la muerte del anciano Simeón luego de conocer al pequeño Jesús. En este fragmento, el anciano desciende aún iluminado por el Niño, como un profeta del inframundo.

La puerta se acercó aún más. El viento agitaba su túnica
y tocaba su frente fresca, mientras el estruendo de la calle,
estallando en vida junto a la puerta del templo,
golpeaba obstinadamente en los oídos del viejo Simeón.

Salió a morir. No fue el fuerte estruendo
de las calles que enfrentó cuando abrió la puerta de par en par,
sino los campos sordos y mudos del reino de la muerte.
Caminó a través de un espacio que ya no era sólido.

El rugido del tiempo se desvaneció en sus oídos.
Y el alma de Simeón sostuvo la forma del Niño,
su corona de plumas ahora envuelta en gloria,
en lo alto, como una antorcha, haciendo retroceder las sombras negras,

para iluminar el camino que conduce al reino de la muerte,
donde nunca antes hasta este momento
ningún hombre había logrado iluminar su camino.
La antorcha del anciano brilló y el camino se hizo más ancho.

Deja un comentario