Acordarse en vísperas y San Vicente Ferrer

Una amiga de mi madre la saluda un día antes de su cumpleaños. Esta señora, V., se olvida de las cosas desde hace ya algún tiempo: se desorienta en la calle, pregunta a los policías cómo regresar a su casa. Esto, que ahora todos notan, ella seguramente fue la primera en notarlo y sufrirlo, porque además tiene miedos, y ya no sale tanto como antes. Pienso en el valor del mensaje que le envió a mi madre: se acordó antes, se acordó en vísperas. ¿No es acordarse antes una excelente definición de afecto?

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En un vuelo de algunas horas leo los Sermones sobre el Apocalipsis de San Vicente Ferrer. La luz del atardecer entra por la ventanilla de la izquierda, y pienso que este sol sideral, tan abstracto, es el mismo sol que parte abajo las piedras, bien concreto y cargado de sombras y efectos. Quizás los astronautas piensen estas cosas desde las escotillas de sus naves: “este sol es también el de aquella mañana junto al río, cuando la boya flotaba como un pequeño planeta sobre la corriente”.

San Vicente habla de una estatua que significa, alegóricamente, la Iglesia, y divide a la estatua en partes, según la historia del mundo: la cabeza de oro, el tiempo de los padres; el pecho de plata para el medioevo; el vientre de bronce, y pantorrillas y pies de hierro y barro, para los tiempos que siguen. Ahora estaríamos en la era del barro.

El santo toma esta figura del sueño de Nabucodonosor, que narra el profeta Daniel. Al leerlo, recuerdo la Metamorfosis de Ovidio, obra de la cual leí algunos fragmentos en 2023. En su génesis, Ovidio también divide la historia según metales. Es una metáfora curiosa la de pensar el tiempo a partir de la materia. ¿De qué materia serían, metafóricamente, nuestros días? ¿Es el tiempo personal de la misma materia que el tiempo histórico? Y me pregunto, con permiso de San Vicente, y con él, seguramente, si en el tiempo del barro habrá algo de polvo de oro esparcido aquí y allá.