El gasto y el valor de la cultura I

Mosquitero y cercos de boj en el Museo de Arte Español Enrique Larreta.

Qué es la cultura no es una pregunta que al siglo XXI le inquiete particularmente. Fue, antaño, una cuestión de cierta envergadura en esa parcelita ahora demodé llamada «filosofía de la cultura». Si bien es un término de cuño moderno, desde la paideia en adelante una tradición de pensamiento se preguntó qué era aquello tan distintivamente humano en nuestras labores, y se respondió de un modo u otro, y aquella respuesta estuvo detrás de la obra de arte encargada para el culto y de los mitos, detrás de una ciudad en la que resulte particularmente admirable cómo se retuerce entre los puentes un río, detrás de un museo que intentó reproducir el mundo entre sus muros, detrás de la música, de la música para bodas y de la música para entierros, detrás de las recetas y de unas flores dispuestas con algún orden en los bordes de un jardín. Con resultados que pueden agradarnos más o menos, cada una de aquellas realizaciones provenía de una concepción explícita o implícita de cultura, y, esencialmente, cada una de aquellas cosas decía también algo acerca de quién es el hombre. Preguntarse, entonces, por la definición de este término fue un intento de comprender mejor quién decimos que somos. Nuestra época, poco afecta a las definiciones, se pregunta más bien por los efectos. Los efectos de las pantallas, de la IA, los efectos del cambio climático, los efectos de la alimentación, etcétera. Sin embargo, definir alguna cosa implica volver la mirada al ser y esa mirada no solamente es una cuestión intelectual. Aquí también agere sequitur esse. Pienso estas cosas mientras leo acerca de las quejas por los recortes presupuestarios a la «cartera» de Cultura. ¿Cómo justificar un gasto si no supimos precisar el valor?

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